Disciplinas como la neurotecnología y la neurociencia anhelan replicar el funcionamiento del cerebro humano. Desarrollar una tecnología capaz de poner en tela de juicio si el sistema nervioso es artificial. Este reto resulta casi inabarcable sin la colaboración de todo tipo de áreas. Al igual que sucede dentro de este órgano vital, la complejidad impera en cada uno de sus rincones. Miles de millones de neuronas, impulsos eléctricos, codificación de impulsos, procesamiento de la información… La ingeniería neuromórfica, iniciada a finales de los ochenta por Carver Mead y que combina ciencias como las matemáticas, la informática y la física, quiere aportar su granito de arena; sobre todo en la resolución de problemas complejos en tiempo real y en la mejora de la eficiencia energética.
Como explica Bernabé Linares-Barranco, profesor de investigación del CSIC, el cerebro está diseñado de tal forma que minimiza la cantidad de impulsos necesarios para acometer una función. Tiene muy optimizado cómo codifica la información y la cantidad de señales que requiere para enviarla. “Cada fibra nerviosa y cada neurona cuenta con su propio metabolismo y consumo. Aun así, en condiciones normales, el cerebro consume entre 10 y 20 vatios, una cifra todavía alejada para la computación neuromórfica”, precisa.
En una encrucijada similar se encuentra el tratamiento de la información. Teresa Serrano, investigadora del CSIC, señala que hace falta un hardware que procese en tiempo real todos los cambios. El ejemplo más elemental para ella es el de una imagen. Una cámara fotográfica capta un momento en concreto, estático; pero el cerebro compone sobre diferentes imágenes porque descodifica continuamente a través de la retina una realidad cambiante. “En el caso de un ordenador convencional, el procesamiento de datos lo hace por secuencias, como la cámara. La neuromórfica busca ese tiempo real. Da un salto en la interpretación de los impulsos. Ya sea en robótica o cualquier otra disciplina, necesitas un chip con estas capacidades para ir más lejos que con la computación clásica”, sostiene.
Intel es una de las compañías que con mayor fuerza ha apostado por esta tecnología. A finales de 2017 dio a conocer Loihi, un chip neuromórfico capaz de aprender gracias a las 130.000 neuronas artificiales que lo compone. Al poder comunicarse unas con otras, crea una red similar a la tejida por el propio cerebro humano. El último avance ha venido de la mano de investigadores de la Universidad Cornell y la plataforma de Intel Pohoiki Springs, que integra 768 chips y unos 100 millones de neuronas. La semana pasada publicaron un estudio en el que demostraban la capacidad de este hardware para detectar sustancias químicas peligrosas a través del olfato.
La multinacional asegura que aprendió rápidamente la representación neuronal de cada uno de los olores y los reconoció todos, incluso en un contexto de bloqueo considerable. Linares-Barranco comenta que es posible debido a que el sistema se basa en ocho sensores orgánicos –como sucede con los tres colores primarios, que componen toda la paleta–, donde cada uno es sensible a una unidad básica de olor. “Cuando llega un olor concreto, cada una se estimula hasta un nivel, lo codifica como impulsos y este tren de impulsos lo procesa el chip Loihi para reconocer el patrón de la combinación”, zanja.
Un abanico amplio de aplicaciones
De acuerdo con Intel, esta innovación llevaría a médicos a diagnosticar enfermedades, al personal de seguridad aeroportuaria a detectar armas y explosivos, a la policía y control de fronteras a localizar e incautar más fácilmente sustancias narcóticas e incluso serviría para crear detectores de humo y monóxido de carbono más eficaces para los hogares. “Las propiedades del sistema olfativo comparten un gran parecido con las propiedades de otras regiones del cerebro, como el hipocampo. Es decir, es factible que con la neuromórfica, gracias a este avance, podamos atender problemas generales de la memoria asociativa de alta dimensión”, vaticina Mike Davies, director del laboratorio de computación neuromórfica de Intel.
Las narices electrónicas no suponen un terreno precisamente desconocido para esta ingeniería. En la industria de los perfumes son habituales para crear nuevas fragancias –hasta para desechar determinados olores–. La NASA inventó la suya propia en 2004 para detectar cuándo los niveles de amoníaco alcanzaban límites peligrosos para los astronautas o para predecir un fuego. El problema es que le cuesta replicar el funcionamiento del sistema nervioso. No ha dado el salto a la inteligencia que se le presupone al ser humano. Por el momento, solo identifica las sustancias que tiene preestablecida, como Loihi con las peligrosas, pero es incapaz de interpretar la información que recopila.
El futuro se presenta alentador para la neuromórfica. En tres décadas cada vez está más cerca de su tan anhelado sueño. Todavía con un largo camino por recorrer, pero con unos resultados prometedores. Si sigue la misma evolución con respecto al bajo consumo, tanto en el ámbito computacional como de hardware, el cerebro no queda tan lejano. Linares-Barranco considera que será factible fabricar robots totalmente autónomos, sin conexión a la red eléctrica y con mayor velocidad en la toma de decisiones. “Hay mucho campo de aplicación para los que sean interactivos, como los que aprenden tareas. Para la conducción 100% autónoma, por ejemplo, será un gran aliado porque es una tecnología que necesita un tiempo de reflejo parecido al del ser humano”, concluye Serrano.